El final siempre llega pronto.

Pasaron horas. Horas, sentada en un banco carcomido por el tiempo y las termitas, esperando tu llegada en aquella estación abandonada. La pintura estaba desconchada, y las ventanas tapiadas con tablas de madera, ahora cubiertas de musgo y polvo. Se podía oler la humedad en el aire... Iba a llover en breves, pero todavía no aparecías. Las lágrimas se resbalaban por mi rostro cual torrente, y mi voz se ahogaba entre sollozos. Grité tu nombre, pero no hubo más contestación que el rumor de la lluvia cayendo. Frente a mí estaban las vías del tren, que poco a poco iban oscureciendo, absorbiendo el agua del cielo. Miré atrás, hacia la puerta de la estación, pero seguías sin aparecer. 
Bajé a las vías de un salto; estaban resbaladizas. Con cuidado, empecé a caminar por ellas, dejando que la lluvia mojara mi pelo cuidadosamente peinado. Miré hacia arriba; no había atisbo de luz en ningún lugar, el sol había desaparecido. 
Continué mi camino hacia donde fuera que acabase la vía, sin rumbo y sin esperanza de verte más. Ya no podía distinguir la realidad de la ficción; quizás por eso me pareció ver una luz al final de aquella vía. Se iba acercando a mí rápidamente y sin pausa. Me parecía también poder oír un pitido agudo, pero lo ignoré. Seguí mirando aquella luz extraña, hipnotizada. El pitido se hacía cada vez más fuerte; no entendía qué estaba pasando.
Oí una voz detrás de mí, gritando mi nombre.
Eras tú, en la puerta de la estación. Llevabas un ramo de flores bajo el brazo. ¿Por qué me estarías gritando? No me detuve, continué andando hacia aquella luz que podía ver cada vez más grande. Tienen que ser todo imaginaciones. 
Hasta que pude ver de lo que se trataba. Aquella luz no formaba parte de mi imaginación, era un tren. Y faltaban segundos para el impacto, ya inevitable. Con la mirada nublada y una sonrisa en los labios, miré hacia ti y susurré: "demasiado tarde".

-Me habría gustado poder abrazarte una vez más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario