Siempre es un sí que no acaba nunca.

Marc podía recordar perfectamente el último día que la vio, tan hermosa como siempre. Su melena ondulada y larga reflejaba la luz del Sol lanzando destellos dorados. Nunca supo qué tenía su pelo que podía quedarse acariciándolo durante horas, mientras la miraba a los ojos; aquellos ojos verdes esmeralda, tristones. Parecía que le rogaban porque nunca se fuera de su lado. Y no lo habría hecho nunca, si no fuera porque el destino les separase.
Estaban los dos echados en la hierba fresca, movida por una ligera brisa primaveral. El vestido melocotón de Annie hondeaba ligeramente sobre sus piernas de blanca seda. Rozaba su rostro con los dedos, observando cada una de sus facciones. Su leve sonrisa hacía entrever unos dientes perfectos. Parecía una musa de la belleza, y la tenía entre sus brazos. Todavía le costaba creer que ella pudiera sentir lo mismo que él sentía por ella, que era un chico normal y corriente, sin nada especial que destacase en él. Su voz dulce y suave rompió el silencio que parecía eterno.
- Marc, ¿pasa algo? Te noto distinto. No paras de mirarme.
Perdido en sus ojos, Marc contestó balbucenando.
- No pasa nada, Annie. Es sólo... Que me encantas.
La pequeña Annie sonrió y se tapó el rostro con vergüenza. Sus oyuelos se marcaron, como siempre que reía. Su carcajada era melodiosa, como la de un ángel.
En aquel momento, Annie miró al reloj y su sonrisa se borró de inmediato.
- Tengo que irme a casa ya...
Aquello despertó a Marc de tu sueño. Sacudió la cabeza y la miró de nuevo, con una sonrisa en la cara.
- Luego hablamos, ¿verdad?
Un suspiro y una leve sonrisa en la cara de Annie lo dijo todo.
- Como siempre, por supuesto que sí. 
Se levantaron lentamente del suelo, y una vez caminaron hasta su casa, Marc la abrazó. Podía sentir el latido de su corazón palpitando en su pecho, al igual que su pausada respiración. Al separarse, la besó con dulzura. 

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